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Los Hijos del Frío

Por Felipe Londoño Angel



















En la sabana fría, donde el aire corta,

donde los cerros al amanecer despiertan helados,

con sus topes cubiertos de escarcha pasajera,

se alza el Superorganismo andino,

con sus ensenillos, rodamontes y manos de oso,

tejido vivo sobre la tierra profunda.



Vivía allí un pueblo apacible, hijos del silencio,

del agua y del barro, la ternura y la calma.

No fueron guerreros, sino sembradores,

artesanos de la tierra y sus secretos,

su fuerza no estaba en la espada ni en el fuego,

sino en la suavidad del tacto, en la dulzura de la voz.



En la vasta sabana, un gran humedal de espejos,

donde zanjas y camellones dibujaban la vida,

sus barcas deslizaban entre juncos y aguas tranquilas,

navegando en silencio sobre los canales,

sembraban en los camellones, pescaban en las zanjas,

en el barro fértil, su morada y su herencia.



No había aldeas en aquel inmenso valle,

pues la gente se dispersaba como estrellas,

sutiles, invisibles, un pueblo en el viento,

mirando siempre a los cerros, donde las ermitas

resguardaban su fe, su respeto a lo eterno.



Senderos ocultos subían entre la niebla,

llevando a cascadas, a pozos, a rocas sagradas,

portales del tiempo, donde los ancestros susurraban,

donde la piedra y el agua guardaban misterios,

un eco profundo, un silencio que habla.



Vestían con elegancia, siempre cubiertos,

en mantas de lana de tonos de tierra y cielo,

tejidas con esmero en colores profundos,

ocres, grises y verdes, como la sabana misma,

figuras etéreas en medio de la bruma,

presencia digna, silenciosa y firme.



Eran más vestidos que otros pueblos del calor,

más abrigados y llenos de dignidad,

su indumentaria una segunda piel,

defensa suave contra el aliento helado,

una prenda que contaba historias de quienes son.



Y entre los juncos y espejos de agua,

las tangaras juguetonas pintaban el cielo,

vestidas de rojo y azul, en danza enamorada,

dos parejas, cuatro alas, un solo canto,

un baile eterno en el aire fresco, alegre y libre.



Lechuzas y mochuelos, vigías de la noche,

guardianes del susurro y el sueño profundo,

con ojos sabios, miraban el tiempo y los pasos,

y cada vuelo era un mensaje a los astros,

un susurro sagrado que el viento guardaba.



De vez en cuando, el cóndor descendía,

sus alas inmensas quebrando el viento,

como el aliento profundo de la gruta sagrada,

un sonido antiguo, un eco del universo,

una sombra en la altura, un susurro en el cielo.



En las aguas quietas, las ranas cantaban,

una melodía onírica, sueños en la noche,

sus voces eran ecos de agua y bruma,

cantos que arrullaban la tierra dormida,

un coro profundo, una música ancestral.



Y danzaban también las libélulas,

finas y ligeras, sobre los espejos del agua,

en vuelos de ensueño, dibujaban caminos

con sus alas de cristal, sus reflejos de vida,

una danza frágil y eterna, efímera y sagrada.



Los hijos del frío caminaban sin prisa,

bebiendo el té kompa, bebida de los dioses,

hecho de hojas verdes, fuertes y resistentes,

que en su espalda guardaban el mapa de la vida,

hojas que eran sabiduría de los ancestros,

como la herencia en sus manos y sus ojos.



Así vivían, en equilibrio y ternura,

en una sabana sagrada y dispersa,

donde las aves, las aguas, las ranas y los hombres

eran uno en el frío, en la paz, en la esencia.

Eran los hijos del frío, de la tierra y el agua,

un susurro en el viento, un canto en la calma.


 
 
 
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